Cuenta Álvaro de la Iglesia en su estupendo libro ¨Tradiciones cubanas¨ , que debería ser fuente obligada para saciar la sed por nuestra historia, que por allá por 1745 recorría las calles de La Habana con paso seguro, el Capitán Don Diego de Hinojosa, fornido militar español perteneciente a un regimiento enviado desde México para reforzar la guarnición de la capital con motivo de la guerra entre la metrópoli española y Gran Bretaña.

  Según narran los historiadores, Don Diego era un hombre muy apuesto y el uniforme le infundía un aire marcial irresistible, su persona pronto despertó el interés de las habaneras.

 Cuchicheos y risillas inocentes se desprendían a sus espaldas y cosechaba a su paso suspiros y miradas acarameladas provenientes de  cada reja o celosía de la ciudad.

 
Sabían todos los moradores de la villa del compromiso matrimonial que estaba próximo a contraer el irresistible capitán con María de Rojas, también era un secreto a voces entre el pueblo que dicha unión se basaba puramente en el atractivo que ofrecían el dinero y la alta posición de la joven, a quien la madre naturaleza negó cualquier dote de belleza física y concedió un carácter difícil, explosivo y en añadidura una dosis muy alta de celos.

 Desde que comenzó su amor con el despampanante militar María no conocía hora de paz, sus días pasaban consumiéndose en los celos imaginando a su novio en brazos de otra.

 Bien dicen que las mujeres poseen un don para olfatear estos asuntos y María en sus celos no estaba lejos de la verdad, el escurridizo Don Diego se entregaba gustosamente a los amores lujuriosos con una señorita 5 años más joven que la Rojas y de belleza mayor, Cándida era su nombre y tal era su pasión por el galán que nunca existió por su parte un intento de ocultar dichos amores furtivos y como en pueblo chiquito infierno grande la notica no tardó nada en llegar a los oídos de María.

 Una mañana mientras Cándida y el Don Juan intercambiaban caricias fueron sorprendidos por La Rojas, nervioso el Capitán se esfumó como pudo mientras que Cándida le obsequió una mirada desafiante recorriéndola de pies a cabeza antes de volverle la espalda y exclamar para oídos de todos 

-¡Que fea es la señorita!-

Ofendida supremamente María de Rojas, quien ostentaba blasón con 5 estrellas azules, corrió a su casa, cargó con sal su revólver y regresó a la iglesia a esperar que Cándida emergiera de esta.

 La atrevida joven no se amedrentó al verla de pie a la salida de la iglesia, por el contrario volvió a mirarla a los ojos y le propinó otra ofensa cual dolorosa bofetada.

- Que fea es usted-

-Más lo serás tu ahora- Respondió María disparándole a la cara.

Con el transcurso de los días el escándalo pareció enterrado en el olvido y el 22 de mayo, en la Fiesta de Santa Rita, las campanas cantaban llamando a los feligreses alegremente ajenas a la desgracia que se aproximaba.

Poco a poco se veían llegar grupos de parroquianos a la puerta de la iglesia y en uno de ellos arribó la Rojas, Cándida que parecía haber estado esperándola la abordó en la entrada de la iglesia con su aire burlón y le dijo:

 -Tengo que darle las gracias señora, mire bien estos lunares que la pólvora de su pistoletazo me dejó en la cara... Pues dice Don Diego que con ellos estoy mucho más linda que antes-

María hervía en su propia sangre pero antes de que pudiese articular palabra la insolente Cándida le propinó la estocada final con una sonrisa irónica.

-Entre, entre a la Iglesia y pídale a Santa Rita que Don Diego la quiera, es la abogada de los imposibles-

Diciendo esto y regocijándose en la certeza de su belleza superior se giró para entrar en la iglesia, pero no llegó ni a dar un solo paso, cayó muerta al instante, esta vez la Rojas cegada por la ira le había disparado con balas de verdad.

María fue arrestada de inmediato y solo se libró de la horca debido a las influencias de su familia pero tuvo que vivir el resto de sus días confinada en una casa construida por los suyos en el poblado de Güines.

Y Don Diego ni corto ni perezoso prosiguió con su vida cultivando suspiros y alabanzas femeninas en cada esquina y olvidando el asunto como si no hubiese sido más que un chisme de pueblo ajeno a su persona.