Las catacumbas romanas, laberintos de pasillos y escaleras en los que la roca excavada sirvió de sepulcro a tantos restos humanos, fueron abandonadas como lugar de enterramiento  y olvidadas en gran parte, hasta su redescubrimiento en 1578. 

 El redescubrimiento coincidió con la fase inicial de la Contrarreforma y Concilio de Trento, compuesto para formular una respuesta católica ante la Reforma protestante. Una de las principales preocupaciones del concilio era la reafirmación del poder de las reliquias frente a los ataques de sus detractores, y los restos hallados en las catacumbas se convirtieron en la solución a este problema. 

 


Los líderes de la Iglesia Católica quisieron ver en los restos hallados, que datan de los siglos II al C d.C., a cualquier santo o mártir de los primeros cristianos y por tanto fueron calificados como sagrados y bautizados como reliquias, que se convirtieron en la tan ansiada herramienta que reafirmaría su poder.  En realidad aquellos huesos podían haber pertenecido a cualquiera, cristianos o paganos, ya que eran casi imposibles de identificar. 

Los secretarios del Papa fueron encargados con la tarea de identificar y autentificar aquellas posibles reliquias, sin embargo los requisitos para la autentificación eran poco estrictos. Bastaba una marca en la

palma de la mano o un rastro de sangre seca para que se considerase a un cadáver como mártir cristiano. Muy engorrosa y desacertada fue también la identificación individual de los personajes santos, que recayó en los "clérigos psíquicos". El problema de este método es que muy a menudo daba resultados inverosímiles como Constatino el Grande que murió cerca del Golfo de Izmir, en Turquía y fue enterrado en Constantinopla, lo cual hace imposible que fuese encontrado en la catacumba romana. También muchos de estos restos eran identificados como los huesos de alguien que se suponía ya estaba en posesión de la Iglesia, como San francisco, quien parecía estar al mismo tiempo en la Iglesia de San Nicolás en Suiza y en las catacumbas romanas, o San Deodatus quien descansaba en una Iglesia alemana, al mismo tiempo que en Roma. 


 El redescubrimiento de 1578 desató una ola de fervor religioso incontenible, los restos atribuidos a mártires y santos fueron decorados con incrustaciones de oro y joyas y luego expuestos en los lujosos santuarios de Europa para que todos fuesen testigos de la gloria que le esperaba a los seguidores de la Iglesia al morir. Pero a principios del siglo XIX todo cambió. La autenticidad de las reliquias fue cuestionada y se convirtieron en una vergüenza para la Iglesia, por lo que cayeron de su lugar privilegiado de la historia y acabaron retiradas de la vista o destruidas. 

 Las gemas fueron brutalmente arrancadas de los cuerpos y los huesos desechados o enterrados en tumbas anónimas. Algunos sobrevivieron, ocultos en unidades de almacenaje, colecciones privadas o museos, incluso escondidos en cajas dentro de pequeñas parroquias, sin que ni siquiera la Iglesia tuviese conocimiento del paradero de alguno de estos "Santos de las catacumbas".